Recuerdo aquel día que llegaste a casa porque estaba sola y necesitaba un abrazo. Estábamos hablando, te lo dije y no dudaste en aparecer, se me quedó tan grabado ese gesto en la memoria que no paro de repetirlo una y otra vez en mis mejores sueños.
Tocaste la puerta, te sentaste en el sillón y pasaron las horas mientras hablábamos de todo y nada al mismo tiempo; justo en aquel momento supe que llevaba mucho tiempo sin sentir esa comodidad tan cercana con alguien, me alegraba saber que estabas allí, conmigo, prestando atención a las cosas sin sentido que decía y haciéndome reír. Y no éramos nada, tan sólo amigos, pero quizás empezábamos a ser mucho más que eso porque, si te digo la verdad, no sé si a ti te pasaría igual, pero yo tuve muchas veces en aquella noche ganas de besarte.
Te veía allí sentado, a mi lado, con el brazo por encima mientras me dejabas apoyarme en tu hombro aprovechando para abrazarme de vez en cuando, compartiendo sonrisas cómplices y silencios cómodos para luego seguir con la conversación. Me sentía bien, estaba con una persona que parecía conocer de toda la vida, a la que dejaba que me acariciara la cabeza y me abrazara fuerte, como si así pudieran reconstruirse todos los pedacitos rotos que había dentro de mi.
Y lo conseguiste, esa noche fue la clave, fue la bombilla parpadeante que me dijo "Es él".
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