Aquel día planeamos ir a la montaña con su perra para que corriera y tener nosotros una agradable excusa para vernos. Nunca se me había hecho tan divertido subir caminando en cuesta una montaña durante una hora; entre risas, empujones de Kira (su perra), frío y papas risi que me ofreció pasamos una velada tranquila y graciosa.
Llegamos a un mirador precioso, desde ahí podíamos ver toda nuestra ciudad y el mar, y era todo fantástico porque anochecía rápido y el frío siempre ha sido buena excusa para abrazarse. Nos sentamos en la gran piedra que tiene el mirador, empezamos a charlar y a reírnos sin pensar en nada más que en aquello que estábamos viviendo cuando me di cuenta de que, en esos momentos, no me importaba el lugar, ni el silencio, ni la noche ni si nos perdíamos o no de regreso porque estaba con él, me sentía bien con él, cómoda y no conocía lugar mejor para pasar un día como aquel.
No quería recogerlo todo y bajar de nuevo, me habría pasado toda la noche allí sentada, charlando, fíjándome en las líneas que surcaban sus ojos cuando sonreía, enamorándome de la madurez con la que hablaba y de todo el sentimiento que transmitía su mirada. Sí, me habría quedado porque se empezaba a hacer muy corto el tiempo que estaba a su lado y empezaba a darme miedo dejarlo marchar por si desaparecía y nunca más volvía a saber de él.
Quería quedarme, que me borrara los miedos y me devolviera la felicidad, quería abrazarlo y no soltarlo hasta dentro de mucho tiempo y deseaba besarle la sonrisa, pero fue en lo menos que pensé aquella tarde porque me concentré demasiado en escuchar cuanto tenía que decir.
Me gustaba, más de lo que yo misma habría querido en ese momento, pero se había convertido en algo inevitable para los dos y se pasaba el tiempo tan rápido cuando nos veíamos...
Quería quererle, llenaba el vacío de mi pecho constantemente y mis fantasmas habían dejado de acosarme por las noches, era como una bendición verlo y, aún hoy, meses después, lo sigue siendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario